miércoles, 2 de octubre de 2013

Soonday´s (Leerse solo en caso de no tener cosa mejor que hacer)

Amanecí con el terrible humor desesperado de un domingo caluroso en el que a diferencia de otros domingos, si tenía cosas que hacer.  Y aunque de entrada tener que pararme de mi cama con el sopor del calor que entra por la ventana no está nada padre, tuve que hacerlo pues tenía una cita y la culpa por una responsabilidad incumplida es un issue que me inculcaron desde muy pequeña, y créanme, no he aprendido a manejarlo.
Pensaba que una de verdad es ingenua al ponerse la soga al cuello de esa manera. Y mira que fijar una cita para consultar a un paciente –no urgente- en domingo es ya una desfachatada, pero hacerlo a las 10am por puritito gusto, eso es lo que yo llamo una verdadera inconsciencia.
Me levanté pues,  y sin bañarme me encajé los jeans de medio uso que tenía -como de costumbre- hechos bolas encima del bote de la ropa sucia, busqué una blusita coqueta para que me remendara el look desaliñado que no quería tener, hice lo propio con mis dientes y mi cabello, tomé un par de tacones, otro par de accesorios y lista, en menos de diez minutos ya estaba convertida en la versión menos desastrosa posible de mí misma.
El humor para entonces permanecía intacto, yo estaba irritada. Hubiera preferido permanecer en la cama, encender el aire acondicionado y recetarme una a una las cinco películas que la noche de anoche un par de grandes amigos se vieron obligados a prestarme. Lo hubiera hecho con gusto.
Pero insisto, entre mi inexperiencia para decir “no, en domingos no trabajo” y el temor a verme inmersa en la culpa de la desobligación no me permitieron hacer otra cosa que cumplir con mis deberes.  Me fui pues a la casa de mi paciente, el que hace poco más de un mes sufrió un EVC y ahora padece un tipo de Afasia no clasificada, una de esas atípicas, una de esas que tiene un poquito de todo, y de las que constituyen un verdadero reto para quien sea que la atienda. 
En el camino intenté consolarme un poco con la idea de la nobleza de mi profesión. Si, muy noble pero muy pinche inoportuna, pensaba. Aunque en realidad no estaba dejando nada para ir a hacer lo mío, me debatía.  No sé, de repente me vi inmersa en uno de esos pleitos de “yo vs yo” en el que nunca gana nadie, porque si gano yo, pierdo yo. Y si gano yo, pierde el otro yo. Chale, que vicios los míos.
Llegué a su casa justo a tiempo, toqué el timbre y me recibió una señora de cabello blanco muy bien cardado con las palabras: “Ay mijita, se me olvidó que venías ahora, vamos a ver si ya se levantó”.
No. Mi paciente permanecía dormido, había tenido una mala noche.  Me asomé a su recámara y su imagen me conmovió. Ternurita, el seguía dormido y yo no. “Regrese más tarde” me ordenó la señora copetona. Así, de manera imperativa, ni siquiera preguntó.
Tomé pues mis chivas y me retaché al coche. Pensé que con un inicio tan tortuoso ese domingo ya no tendría arreglo. Empecé a manejar con un rumbo no determinado pero sí muchas veces interrumpido y desviado por las calles tomadas para la vía recreativa. Así fue como llegué al mercado Juárez, el que está en un rinconcito de la colonia Americana.
Delante de mí encontré un puño de transeúntes desquehacerados y campechanos que disfrutaban  el sonido de un par de guitarras eléctricas interpretando alguna rola de los Beattles,  y al mismo tiempo que a mí me sorprendía la escena me estacioné casi sin pensarlo. Empecé a caminar tratando de investigar la zona y después de recorrer los alrededores decidí ir a conseguirme un jugo de naranja pa´ que se me endulzara por lo menos el paladar.
Con la cantidad de oferta que había dentro del mercado tenía que decidir en cual negocio habría de sentarme. Para entonces, he de confesar, mi humor ya era una mezcla de nostalgia por mis caminatas en la condesa, ofuscación por mi sueño frustrado, fascinación por la escena musical y ansiedad por beber mi jugo favorito. Estaba feliz por haber descubierto ese lugar, pero aún molesta por mis planes estropeados. Una especie de lugar común donde los sentimientos se encuentran. 
Masticando estos sentimientos es que me encontré a doña Juanita en mi camino. Una viejecita -muy viejita- que manejaba con gran entusiasmo la masa en el metate al tiempo que volteaba las tortillas del comal y regañaba a una mujer joven, delgada y de piel suave, que intuí y más tarde corroboré, era su nieta.
Me senté en el único banquito disponible y me quedé observándola anonadada. Su cara estaba forrada con un  trozo de piel plisada en diferentes direcciones que paradójicamente dibujaban una expresión muy infantil. Sus ojos pequeños se escondían detrás de un par de bolsitas frágiles y casi traslúcidas, sus cejas apuntaban despeinadas hacia el horizonte.
Tenía una boca pequeña de labios muy delgados y apuñados, y sus manos no cesaban de moverse con fuerza y determinación.
Juanita haciendo mi picadita
Observándola estaba cuando una señora muy entusiasta y efusiva se acercó con la intención de abrazarla al tiempo que la felicitaba por su cumpleaños. Doña Juanita fue muy clara en su respuesta, “muchas gracias pero estoy trabajando” le dijo. Recibió con una mano el puño de flores que la señora le ofrecía, y con la otra un periódico donde le indicaba el lugar exacto donde aparecía su foto. “Se ve muy guapa doña Juanita” le dijo la señora, que para entonces se anunciaba como una clienta asidua del lugar. La viejecita, casi sin mirarla y sobre todo sin interrumpir la cadencia de su amasada, asintió y reviró: “sí, soy bonita”, y casi sin pensarlo, me miró  a mí con un guiño en su ojo derecho y la media sonrisa que no le regaló a la señora de las flores.
Yo no sé si lo que sentí fue empatía por la viejecita, ternura, admiración o simplemente  un placer chiquito de esos que no tienen ni beneficio ni oficio, una caricia d´esas que resultan altamente  oportunas para las almas como la mía. 
Seguí sentada, ahí a su lado, observándola,  y entre nosotras se creó un halo de complicidad implícita, pues cada vez que regañaba a Iazmín (si, con i latina) su nieta, volteaba conmigo y me volvía a guiñar el ojo, y volvía a medio sonreír, y luego volvía  de nuevo a su metate.
Ya con la confianza de la complicidad empecé a platicar con ella. Le pedí la hoja de periódico que hacia momentos  había despreciado sin siquiera dedicarle un instante del rabo de su ojo y me puse a leerla mientras me comía una quesadilla recién salida de su comal. Me pareció una nota desalmada de algo que estaba evidenciando era una belleza. Juanita cumplía noventa años parada sobre esos pies y sesenta años parada en ese negocio.
La nota  http://impreso.milenio.com/node/8980565  mencionaba entre varias cosas, que la viejecita tenía contados con los dedos de la mano los días en los que había dejado de ir a su negocio, que no cerraba ningún día del año y que no descansaba ningún día de la semana. Que ironías, dije yo.
Cuando terminé de leer el periódico Juanita me ofreció una picadita. Me pareció que le caí bien, pues conmigo tenía un tono muy amable y una mirada muy tierna, a diferencia de la voz ruda y los modos grotescos con los que se dirigía a su nieta. Una picadita? –pregunté, ¿cómo son ésas?  No respondió y en cambio tomó mi plato sin pedir permiso, le puso encima una gorda mediana, agregó un puño de mantequilla con sus dedos y empezó a amasarla destrozándola a puros pellizcos. Le pidió con gritos el azúcar a su nieta y con las mismas manos enmantequilladas tomó otro puño de los dulces gránulos blancos que espolvoreó sobre el plato.
Me lo ofreció  con la sonrisa más dulce que he observado jamás.
Quien haya crecido cerca de las migas que Doña Mary nos hacía para desayunar en mi casa, allá en Talpa, entenderá la magia de este momento.
Finalmente mi domingo si tuvo arreglo.  Más tarde regresé a la casa de Nacho, mi paciente, y me complací ofreciéndole un poco de eso que Juanita le ha ofrecido a la vida durante noventa años. Mi domingo ya había cambiado de color.

martes, 2 de julio de 2013

La primavera no es para princesas



Tres moretones, algunos minutos de angustiosa extraviada y un dolor muscular generalizado fueron los estragos de mi primera rodada oficial. Y es que como a mi nadie me explicó que las clases de spinning no tenían nada que ver con las pedaleadas en el bosque, me aventé de valiente a un recorrido que además de advertir que era una distancia bastante considerable -60km-, era para un nivel intermedio. Claro, mi autoestima deportiva andaba muy por los cielos después de haber nadado 10km en el mar, pero lo que no tomé en cuenta es que nadar y pedalear no es igual, nadar es gozar, pedalear es… no sabía qué era pedalear!!!
Ahí nomás para que se den una idea de mi ignorancia ciclista, apenas iba a estrenar la bici que me había conseguido desde hace 6 meses, que dicho sea de paso resultó ser una mediocridad de armastroste comparada con la chulada que se consiguió mi novio para estrenar ese mismo día. Estábamos buscando plan para festejar su cumpleaños y la rodada cayó perfecta.
Nos levantamos pues tempranito para irnos al parque El Refugio y salir desde allá, él me decía que valía la pena el paseo tempranito por las calles de la ciudad y como yo me sentía muy pudiente en eso de la condición física le seguí la corriente. En este punto creo que vale la pena confesar que en cuanto me subí a la bicicleta empecé a temblar, no sabía ni hacer los cambios y empezar a andar me preocupaba bastante porque no lograba equilibrarme, todavía no habíamos cruzado la avenida para empezar el paseo cuando yo ya había tenido dos penosos destanteos en los que casi azoto. Ahora entiendo que el asiento estaba muy alto y no alcanzaba a tocar el piso con mis pies, ah!, porque claro que mi novio al ver la porquería de bici que yo tenía, decidió prestarme la suya para que yo no le batallara, nomás que en su galantería olvidó ajustarla a mis medidas. Ja!
Le pedía que me explicara para qué servían la palanca de la izquierda y para qué la de la derecha pero él solo respondía que ahí le fuera picando para que sintiera los cambios, así aprendería. Íbamos por Washington cuando de plano entré en pánico, una vez que había aflojado los pedales no encontraba la manera de apretarlos de nuevo. Supongo que en el argot ciclista esto tiene un nombre, yo lo único que puedo decir es que yo quería darle más duro pero parecía que los pedales estaban sueltos.
Total, aprendí quien sabe cómo y le seguimos. Ciertamente el paseo por las calles fue muy agradable, casi nula exigencia y muscular y  yo pude apreciar otra fotografía de la ciudad. Llegamos a la subida de la entrada al bosque, y aunque fue larga y pesada yo iba muy bien, asocié un poco la necesidad de agarrar un ritmo con el ritmo que también se requiere para nadar largas distancias.  Cuando llegamos a la entrada al bosque  platicamos un poco con un muchacho amigable y barbado, él desmintió mi idea de que esa subida eran los 3km pesados a los que Carlitos se refería cuando nos contó que si lográbamos echarnos la primera subida, lo demás ya era pan comido. Ya para entonces yo empezaba a dudar, pero nimodo de hecharme pa´tras!

Arrancamos pues y el trecho más pesado –según Carlitos, porque yo ahorita lo pondría a juicio- estuvo duro, pero no tan largo como me lo imaginaba. Llegamos a una parte muy arriba del bosque donde ya el paisaje era muy lindo. Me sorprendió la cantidad de banda que éramos en el grupo, me pareció un fenómeno interesante, eran pequeños grupos de dos o tres personas pero en total debíamos ser alrededor de sesenta. Ahí platicamos con un chavito de Sonora, creo, y me gustó la vibra alivianada y fresca que percibí. Hasta entonces nadie hablaba de lo que se veía venir, nadie se mostraba ni temeroso ni precavido, pensé que en efecto, lo que venía ya era pura cosa fácil, total, ahora sí, los 3km más pesados ya estaban atrás.
El trecho siguiente inmediato sí estuvo genial, largos kilómetros de piso firme y parejito, subidas nimias y bajadas emocionantes. Luego llegamos a los toboganes pero yo le mariconeé, mi novio si se fue por ahí y aunque yo aparentaba estar muy tranquila por dentro estaba harto nerviosa,  sonaba como que los toboganes estaban muy rudos, me dio miedito, la neta, de que se fuera a partir la cara. Pero no, salió ileso y feliz.
Por el lado de acá, el fácil, estuvo increíble. Creo que fue lo más divertido. Había unos descensos chidísimos, creo que sí estaban muy empinados nomás que como que  yo iba tan “a madres” que no me alcanzaba a dar cuenta del riesgo, y aunque en ratitos me sentía muy tensa, también percibía la excitación de la adrenalina. No podía creer que yo estuviera haciendo eso, era una salvajada, estaba fascinada con el viento en la cara y la fuerza en mis antebrazos para controlar el manubrio.  Hasta me alcancé a sentir pro. Jajaja.
Hasta ahí creo que todo iba perfecto. Lo rudo vino después, pues tres veces me caí, tres veces me caí, tres veces me caiiiiií,  la primera fue por mensa, la segunda por el lodo, la tercera ya ni sé.  De todas me levanté como si nada, digo, no estaba yo para hacer numeritos ni nadie para sobarme, pero fueron unos trancazos “bien sabrosos”.
Hubo un cacho que no alcancé a disfrutar como me hubiera gustado porque iba demasiado angustiada con mantener el equilibrio de la bici, pero recuerdo que cuando entramos ahí me impregnó un olor a eucalipto delicioso. O a hierbitas pues, da lo mismo. No estoy segura de que la imagen que yo recuerdo sea la que en realidad existió, pero me parecía un pedazo de selva en medio del bosque, muy húmedo, había muchos árboles y matorrales a ambos lados del camino, troncos caídos que tapaban el paso y un arroyito. No era tan cómodo circular por ahí porque a cada cinco pasos había que bajarse de la bicla para brincar algún obstáculo, pero de regresar ahí me quedaría un rato nomás a contemplar los olores y los verdes.
Me acuerdo que en ese pedazo le dije a Jonás –mi novio- que dejáramos pasar a todos pues me estresaba mucho tener a la gente detrás de mi. Pues gran error. Resultó al final que en efecto, todos se fueron adelante y nosotros nos fuimos a un paso más tranquilo. Tan tranquilo que nos perdimos. Al principio no veíamos a nadie adelante pero no había tanto problema porque podíamos ver el camino bien definido, el problema fue cuando a la brecha se le quitó  la nitidez y a nosotros se nos perdió la brújula. De repente llegamos a un cerro de piedra en el que más que transitar había que escalar. Nos parecía medio loco que la ruta fuera por ahí, pero en realidad ninguno de los dos habíamos visto otra opción, ninguna Y donde hubiéramos podido desviarnos, nada!  Subimos temerosos pero con la fe de que más arriba alguien nos estaría esperando, como lo habíamos hecho varias veces antes en el paseo. Pues nada. Yo subí casi de rodillas y el Jonás tuvo que subir ambas bicis, porque para entonces yo sentía que ya no podía ni con mis uñas. Al llegar hasta arriba seguimos caminando un poco ya muy extrañados de no ver ni oír a nadie,  y en mi mente ya empezaban a deambular las imágenes un tanto paranóicas en donde nos perdíamos de verdad, en serio. Pensaba que perderse en el bosque era  de las cosas que uno nunca creía que le podía pasar, pero quizás era el momento de empezar a asimilarlo. Empecé a gritar “auxilio” un poco para que nos escucharan, pero otro poco para manifestar mi estrés.  Gritar es liberador, de verdad. O bueno, así me pareció en ese momento. Y bueno, pues estuvo padre porque aparte de todo sí sirvió.  El Carlitos andaba cerca y nos rescató.  Ahí nos alivió el alma diciendo que ya estábamos muy cerca de nuestro destino final, pero creo que esa lección ya la aprendí: nunca le creas al líder del grupo cuando te diga que ya casi terminas, porque las situaciones difíciles no se acaban hasta que se acaban.
Llegar al pueblo no fue ni fácil ni cerca, pero al final llegamos. Yo acabé con la boca seca, las cuatro extremidades acalambradas y un hambre de la chingada, me imagino que mi novio acabó un poquito peor tomando en cuenta la porquería de bici que se chutó, pero al final con gran satisfacción.
Ayer me preguntaba si ya estaba lista para el próximo domingo, yo le dije que sí. Lo que no sé es si volverá a ser tan valiente como para montarse en mi bici, porque yo no! Jojojo. 


Diez mil metros de mar


.

Encontrar el momento donde la sensibilidad logra flotar en mi memoria no es tarea fácil, así como tampoco lo ha sido retener la paz que me encontré en el mar hace poco más de un mes, y que ahora siento se me evapora y escapa por entre los poros de mi piel.
La idea de escribir esto es para que no se me olvide todo lo que vi, sentí y pensé mientras cruzaba a nado los 10km que separan a Cancún de Isla Mujeres, porque aunque sea cierto que un recuerdo de estos no se desecha fácilmente, también es cierto que la memoria puede manipular los recuerdos a su antojo.
Empezaré haciendo una breve contextualización, porque tan interesantes me parecen los dos años previos a los 10k  como las 4:16 hrs que me pasé nadándolos.
Hace dos años, cuando decidí prepararme para aventarme a la que sería la travesía más retadora de mi vida, me sometí a un entrenamiento durísimo que aparte de llenarme de entusiasmo y expectativas me consiguió una colitis nerviosa tremenda pues tan solo pensar en la distancia a recorrer me estresaba; salir con el mínimo de energía para sobrevivir el resto del día después de cada mañana de entrenamiento era ya un éxito; la alberca fue mi prioridad durante esos meses y mis compañeros de equipo se convirtieron en mis hermanos.  No sé si ellos piensen igual porque me queda claro que aquí la intensa soy yo, pero es mi historia y la contaré en efectivo. Y bueno, sucedió que al final, cuando llegó el momento de poner la carne al asador y ver de cual cuero salían más correas,  un huracán imprudente se posó sobre la playa prometida  logrando violentar al océano e impidiendo nuestra osadía.  Experimentamos la más nefasta de las frustraciones;  toda la energía que nos habíamos conseguido para ese día estaba ahí contenida, en desuso;  algunos nos la terminamos tragando como suele suceder con las cosas que no llegan a ser,  ¡pero mi partner!, (la que fuera mi compañera de carril en el entrenamiento)  ella sí que es grande, ella vio nacer a su primogénito nueve meses después,  dejando claro que aquella noche,  mientras nosotros llorábamos, ella se divertía.
Luego vinieron algunos meses de decepción,  entre que mi entrenador dejó de serlo, mi partner se mudó a la yoga para embarazadas y el resto del equipo se dispersó, yo me quedé como perrito sin dueño.  Intenté dejar la natación y entrarle a los trancazos en el box, pero casi inmediatamente me arrepentí.  Regresé pues a la alberca, nomás que ahora a integrarme a un nuevo equipo, un nuevo entrenador, una nueva visión.  La intensidad del entrenamiento no volvió a ser el mismo pues mi atención se vio dividida entre  la densa oscuridad de mi maestría y una vida laboral más prometedora.  Mi nuevo equipo  resultó ser un  círculo social más divertido que deportivo y  entonces yo aprendí a tomar la natación con menos rigor.
Pasaron los días y yo seguí instalada en la holgazanería, digamos, confiada de que mis músculos habían entrenado lo suficiente durante todo el año anterior, y ahora mi mente estaba fortalecida pues  eso de sentir que me deslizaba en el agua como un cuchillo en la mantequilla en una alberca en la que todos eran principiantes era una sensación de lujo. Y aquí creo que empezó la magia, porque digo, yo seguí nadando igual que antes, igual de lenta quiero decir,  pero yo me sentía más veloz y entonces la confianza se apoderó de mí  de tal manera que me sabía perfectamente preparada para volver  a intentar nadar los 10k.
Luego llegó Santa María del Oro y mi confianza se fue al carajo con todo y su magia.  Muy valientosamente intenté nadar  tres vueltas a la laguna  -lo que representaba más o menos once kilómetros-  como parte del entrenamiento,  pero pues nada, me cuatrapié. Decía un amigo que más valía traer y no ocupar, que ocupar y no traer, nosotros necesitábamos nomás 10k, si nadábamos 11k significaba que traíamos condición de más, suficiente para llegar tranquilos al mar. Pues yo ese día solo pude nadar 9k. ¡Me acalambré! Un calambre tan duro que ni mi espíritu templado en aquellas guardias del servicio social pudo vencer.  Los que saben dijeron que se trataba de falta de entrenamiento. Se me murió la fe y a solo 15 días del evento no había ya nada que hacer.
Volé pues a Cancún con más miedo que emoción y casi convencida de que no lo lograría,  básicamente preparando mi mente para una derrota magistral. Todos en el equipo me decían “claro que puedes, Noemi” pero yo veía la diplomacia en sus palabras, realmente tenía miedo,  incertidumbre. 
Casi al final del día previo fui a parármele al mar de frente, fui a reconocerle por decirlo de alguna manera cursi, me metí a la orilla y de pronto recordé esa sensación de embriaguez de cuando estoy allá adentro, con el turquesa en los ojos y en la piel, flotando, siendo libre. Creo que me tranquilicé un poco, la angustia bajó dos rayitas y pude irme a descansar con un pringuito de paz.
El día de la travesía,  en la mañanita,  cuando ya todos estábamos en la playa, con los números de identificación en el cuerpo y el entusiasmo en el alma, pensé que en realidad no había nada que perder. El tiempo para soñar se había agotado, era momento de hacer, de ser.
Dejé pues que todas las mujeres se adelantaran en la línea de salida y me quedé al final; si de algo estaba segura era de que lo mío, ahí, no era competencia, era un reto personal y por lo tanto no estaba dispuesta a recibir manotazos o patadas al momento de la salida.
Empezar a nadar en ese mar era como estar en medio del rodaje de una película de la cual desconocía el final. Estaba actuando mi propia película y no me sabía el guion. En mi mente no dejaba de deambular la curiosidad, sentía gran urgencia por conocer el desenlace de mi travesía, estaba enfocada en el deseoso momento donde yo felizmente llegaba a la meta, pero no me podía estacionar en ese pensamiento porque en el fondo dudaba de que lo pudiera lograr.  Y creo que hasta hubo un poco de malestar en mi humor, me enojé un poco, me sentí frustrada. Luego recordé las palabras que mi entrenador y mi loquero me dijeron en los días previos y que para colmo coincidían: “Noemi: disfrútalo”.  
Y bueno, claro, “disfrutar” era una mejor idea, nomás que paradójicamente para disfrutar me surgía un nuevo conflicto, tenía que concentrarme en estar ahí, nadando;  dejar a un lado las ideas ilusorias de mi triunfo o de mi fracaso y nadar, solo nadar.
En la vida cotidiana me la paso corriendo de un lado a otro siempre pensando en lo que sigue, y cuando de repente me atrevo a detenerme y contemplar los minutos, me surge la idea de estar perdiendo el tiempo, cosa que luego me resulta nefasta y entonces regreso a la prisa.  Estando ahí intenté ponerme práctica y entonces me di cuenta de que en el mar no había otra cosa que hacer más que nadar. Después de nadar un rato, iba a seguir nadando, y cuando terminara eso volvería a nadar de nuevo.
Me desconcentraba a cada minuto, sentía una vorágine de pensamientos circulando en mi cabeza, tenía el ímpetu como para meterle intensidad a la patada pero me daba miedo volverme a acalambrar, quería acelerar mi paso para poder enterarme más pronto si lo iba a lograr o no pero sabía que un ritmo acelerado no lo iba a aguantar. Por experiencia de travesías anteriores sabía que eso era asunto de paciencia, nomás que a mí como que no se me daba muy bien. 
Cuando llegué a esa idea, la paciencia, me acordé de mi papá.  Hay muchas cosas que siempre le he admirado, pero la paciencia con la que vive, camina, observa, conversa, esa, esa siempre me ha causado un poco de ansia.  Soy acelerada, rápida, estridente, no sé vivir lento, y él es así, despacito, tranquilo, pacífico.  Pronto  entre brazada y brazada descubrí que su paciencia me vendría muy bien en ese mar. No sabía si iba a terminar la travesía y entonces lo menos que podía hacer –como bien habían dicho mis gurús- era disfrutar, pero para disfrutar necesitaba paciencia, para estar ahí, para atender el movimiento de mi cuerpo, la sensación del contacto con el agua; serenidad para dejar transcurrir el tiempo y las olas sin dejarlas de ver, de sentir, de vivir.
Me imaginé la escena en la que mi papá me acompañaba, yo estaría ansiosa por llegar y él me habría dicho: “oh, espérate mija, mira mira, ese pececito de allá abajo… ¿lo ves? Ah, pos cual prisa si esto está re agusto, ¿apoco no?  dices que te gusta nadar, pos aquí estás nadando, qué más quieres?” Claro, qué más quería que diez mil metros de mar para nadarlos.
Fue así como encontré la calma para nadar mi travesía.
Yo calculo que eso sucedió más o menos en el km 2.  A las boyas las perdí de vista en los primeros 500 mts. pero barcos había por doquier y los edificios de la Isla que servían como guía nunca desaparecieron de mi horizonte, así que miedo por perderme nunca tuve. Me agarré de la imagen de mi papá sentado en la plaza de mi pueblo comiendo cacahuates y observando el mundo con serenidad para saber que yo podía hacer lo mismo en ese océano, nadar con calma, con paz, con paciencia.  Y así pasé un largo rato, ahorita podría calcular cuánto tiempo fue porque conozco el tiempo que hice en los 10 km, pero estando en el agua perdí la noción de las horas, los minutos. Debí haber entrado en un estado semi-hipnótico (si es que eso existe) porque no recuerdo los detalles exactos, todo ese encanto y esa euforia han devenido en imágenes borrosas de mi mente que por más que intento no manipular, fluyen ya con el olor de lo creado.  
Me acuerdo que había momentos en los que me percibía con un cierto desencanto, pero como mi mente estaba libre para mí y para ese momento, descubrí que el desencanto venía de la atención que de repente se ausentaba de mí y se posaba en algún otro nadador que aparecía de pronto mi lado. Entendí que cuando nadaba  sola mi atención era mía, en mi ritmo, en mi cuerpo, en mi mar. Cuando coincidía con alguien más en el océano mi atención se desviaba hacia el otro, me perdía de mí por intentar alcanzar su ritmo,  entonces traté de evitar a cualquiera que coincidiera con migo. Me fui sola, solita.  Gozando.
Cuando se nada en el mar hay dos tipos de esfuerzos, el útil y el inútil. Útil es que busques siempre llevar la dirección adecuada, que busques la manera de no perder el ritmo, de cerciorarte que aunque la corriente vaya en contra tú vas avanzando aunque sea poquito, pero es completamente inútil que pretendas controlarlo todo, el océano es infinitamente más grande y poderoso que tú.  Ahora bien, hubo un momento en el que me percaté de que las olas eran enormes. Me acordé cuando de niños íbamos a Melaque y mi mamá se metía con mis primos, mis hermanos y yo más allá de la orillita, ahí donde las olas ya han crecido todo lo que van a crecer pero aun no empiezan su espectáculo. Nosotros nos divertíamos clasificando las olas como “Lola la grande” -que por alguna misteriosa razón que ahora no comprendo (y seguramente de niña si) hacíamos referencia a Lola Beltrán- o “L´ola la chica”.
Bueno, pues éstas eran puras lolas grandes. Enormes. Había momentos en los que sacaba la cabeza hacia el frente con la idea de verificar mi dirección y lejos de encontrarme la imagen de la torrecilla de la comisión de electricidad en el horizonte, mi cara chocaba de frente con una colina de agua que no había previsto. Otras veces eran mis cachetes los que caían de golpe contra el agua cuando al salir de una ola mi cuerpo caía en el valle que se forma entre una ola y otra. Pero lejos de experimentar esto como una situación amenazadora, porque me imagino que así podría sonar,  por Dios que iba emocionada, divertida.  Quizás mi parámetro de comparación estaba muy alto, porque esta corriente y este oleaje no se podrían haber comparado jamás con aquella mi primera travesía.  Lo que sí me quedaba claro era que pelear contra las olas sería un esfuerzo inútil, fluir con ellas era lo que me tocaba hacer.
Pasé así algún rato, perdida en mi placer, tratando de estar atenta a los animalillos que me pudiera encontrar en el fondo del mar. Ciertamente no era como un acuario en los que hay 10 peces por metro cúbico como mucha gente se podría imaginar,  pero sí hubo muchos banquitos de peces diminutos, a veces de un amarillo canario o un rojo incandescente,  anaranjados, azules fosforescentes. De repente uno que otro pez solitario me arrancaba una emoción discreta, me gustaba mucho observarlos en su hábitat; darme cuenta de su libertad, su pequeñez en un océano tan inmenso me hacía pensar en mí misma siendo un minúsculo punto  en el universo.  Pensaba en la absurda manera en la que a veces me gusta complicarme la vida con cerrazones, cuando todo puede ser tan así, espontáneo, fluído, tan libre. 
Seguí nadando por largo rato. No quería saber en qué kilómetro iba para no angustiarme sabiendo lo que me faltaba, me encontré un barquito que estaba dándole agua a algunos otros fulanitos y me detuve un poco, bebí un largo trago a una botella que alguien me compartió y seguí. Me sentía muy tranquila porque mi cuerpo no me había dado ninguna noticia, no había aun ningún malestar, pensé por lo tanto que debía estar todavía antes de la mitad de mi camino. El sol que me daba en la cara cada vez que yo salía a respirar a veces se ocultaba entre las nubes y la discreta oscuridad que dejaba me escalofriaba un poco, era una sensación extraña. Me infundía un poquito de miedo, mis circunstancias cambiaban: bajo el sol el mar brillaba divino, bajo la sombra mostraba su misterio, me sentía más a la deriva, menos protegida. Nunca hubiera pensado que el sol me podía hacer sentir así, cuidada.
Hubo un cacho de camino que por una fuerza que desconozco me vi pegada a un grupo de 4 o 5 nadadores. Y digo que hubo una fuerza desconocida porque con la breve experiencia al inicio de la travesía me decidí a irme sola todo el camino, pero cuando estuve cerca de ellos no me les podía despegar. Al principio intenté irme más lento para dejarme largar pero no se iban. Luego intenté largarlos yo y no podía. De hecho iba tan pegada de una morra que a cada rato le daba yo manotazos en sus piernas.  Pensé que la morra en cuestión debía estar aborreciéndome, tan amplio el océano y yo ahí pegada. Realmente no había ni motivo ni necesidad. Así transcurrieron algunos minutos hasta que –me imagino- se hartaron de mis manotazos y le metieron duro a la patada. Y no sé, esta imagen me recordó a la gente con la que a veces nos topamos en la vida y se dedica a dar lata así nomás porque sí. Uno suele tomarlo personal, pero si me pongo a pensar poquito, pos yo no quería molestar, yo iba a mi ritmo y a la pobre chava pos le tocó la de malas, y ya!.
Seguí a la nade y nade y cuando menos lo esperé me encontré en el horizonte cercano y muy cargado a mi derecha el barco grande, el que era la señal de los 7 km. No saben cómo me emocioné. Mi cuerpo estaba funcionando muy bien todavía y yo ya estaba cerca de los 7!!!  Durante los dos años que estuve con la idea del os 10k en la cabeza me había imaginado que al llegar a ese barco, a esa señal, yo iba a estar cuasi muerta, deshidratada, cansada, adolorida, quemada y quizás hasta rozada de mi cuello, de mis axilas, y sentirme tan entera en ese punto me llenó de alegría, de emoción.
Como era obligatorio que tocara el barco con el chip que traía en mi muñeca izquierda tuve que cambiar de dirección, dejar de ver la antena de la isla que estaba frente a mí y dirigirme hacia la derecha, donde estaba el barco, tocarlo y luego regresarme hacia la antena de nuevo. Claro que al cambiar de dirección, en lugar de traer la corriente de mi derecha hacia mi izquierda, la iba a traer de frente, es decir, iba a nadar un cacho contracorriente. No me importó mucho, estaba tan feliz de haber podido llegar a ese punto sintiéndome tan bien que ahora sí, le apreté a la patada.  No sé cuánto tardé en llegar, pero llegué. Yo creo que los monos que estaban en el barco regalándonos agua debieron haber pensado “pobrecita de ésa, apenas llegó aquí, todavía le faltan 3k”, pero yo iba feliz!!!  
Una vez que toqué el barco y me tomé una bolsita de agua caliente y con sabor a plástico, me dirigí de nuevo a la antena. Ese kilómetro me supo a gloria: corriente a favor, la meta en mis posibilidades y un recorrido muy placentero a mis pies.
Para colmo de mi felicidad, unos 500 mts adelante del barco me encontré otra pequeña embarcación con unos chavitos snorkelando. Me detuve a preguntarles qué era lo que había ahí y  me dijeron que ahí era “Manchones”, un arrecife medio famoso en la Isla.  Anduve merodeando alrededor de ellos un ratito y pude ver muchos peces de colores -no tan chiquitos- juntos  y algunas estrellitas de mar. No podía quedarme mucho tiempo por obvias razones, pero estuvo bellísima la imagen.
Seguí nadando muy tranquilamente, sobre todo porque no quería confiarme. Un día antes de viajar a Cancún había platicado con uno de los amigos más hermosos que tengo y me había dicho “cuídate, no te confíes”, y aunque por un lado yo ya sentía eso como un reto superado, pensé que todavía faltaban por lo menos  3km, ciertamente no me podía confiar.
Durante todo el trayecto el fondo del mar fue completamente visible, había ratos en los que sólo se veían dunas de arena que me hacían pensar en el desierto, a veces había piedras que yo me imaginaba volcánicas, y había también cachos de puro pastito, pastito marino. No eran palitos verdes tan cortos como el césped que existe en las casas o en los parques, eran palitos verdes de unos 20 o 30 centímetros de altos, todos bailando hermanablemente al son de la marea, asemejando a las células ciliadas de la cóclea.  Muy bonito, diría el viejito.   Y durante todo mi trayecto tuve la idea de que el fondo no debía tener más de 3 metros de profundo, había una increíble sensación de cercanía.  Nomás que esa sensación de cercanía se vio violada cuando después de haber pasado el arrecife vi algo amarillo que se movía cadenciosamente,  ahí pegadito a las piedras. De pronto pensé que era otro pez, pero nada!  No era un pez, y tampoco eran 3 metros. Era un buzo!!! allá en el fondo!!!  muy muy lejos de mi. El desengaño de la ilusión óptica que había vivido durante 7, casi 8 kilómetros fue muy impactante. Veía a los buzos, que ya enfocando mi vista me di cuenta de  que eran varios, muy pequeños, quizás a 15 metros de distancia, quizá más.  Esa fue una escena padrísima, con lo intensa que soy y con la experiencia tan vívida que estaba teniendo, no podía hacer más que maravillarme.
Una de las artimañas que utilizan los organizadores del evento para atraer más nadadores es la promesa de un museo subacuático. Yo no debí de haber pasado muy lejos de ahí porque unos diez minutos después de haber visto a los buzos me encontré una escultura de piedra muy acomodadita ahí, entre las dunas.  Estaba formada por cuatro hombres reposando sobre sus rodillas, con las palmas en el piso y asomando su cabeza hacia el fondo no del mar, sino de la tierra. De hecho no estaban las cabezas, era como si éstas estuvieran sumergidas en la tierra. Los hombrecillos estaban acomodados de manera que cada uno de sus traseros apuntaban a los cuatro puntos cardinales, y sus cabezas coincidían en el centro. Ahí sí me detuve un largo rato. Me pareció un momento místico. Me fascinaba imaginarme lo que los hombres esos podían ver allá abajo. Una cosa padrísima.
Después de ésas breves estacionadas mi atención ya no pudo volver a mi cuerpo. Mi emoción se hacía cada vez más grande. La meta estaba cada vez más cerca. Empecé a sentir la  misma urgencia por llegar que sentí al inicio de la travesía, nomás que ahora ya con el ingrediente de la posibilidad de éxito.  En ése último estirón se me pegó una señora harto desagradable, cada vez que me detenía  para orientarme en la dirección ella se detenía conmigo y me intentaba platicar algo, lo que fuera.  Seguro es una de esas señoras que fuera del agua hablan a mil por hora, y viéndose privada de ésa posibilidad aprovechaba cualquier nimio espacio para desquitarse. Traía una vibra medio negativa, se quejaba de la organización del evento, de lo pesada que había estado la travesía, de lo cansada que estaba. Yo intentaba alejarme pero ella se aferraba, creo que en el fondo estaba asustada, cansada.
Empecé a percibir el clima cada vez más caliente mientras las olas disminuían estrepitosamente, de pronto me vi nadando en una colección de agua estancada. Mi cuello ya daba gritos de ardor, estaba rosado el pobrecito, creo que ya me venía doliendo desde antes pero no había hecho mucho caso de eso. Cuando vi por fin la meta no me acuerdo lo que sentí, creo que estaba un poco desorientada, los últimos metros fueron muy desesperantes. 
El agua bajó poco a poco su nivel y deje de nadar para empezar a caminar, el agua me daba a la cintura y la meta estaba ahí, a unos cuantos metros. La primera persona que ubiqué fue a mi coach, el Carlos. Tenía una sonrisa preciosa, lo vi muy emocionado, yo todavía no lo asimilaba pero él ya  estaba feliz. Giré dos metros mi mirada y saludé a Pipe, mi antiguo entrenador. Me pareció un bonito detalle de la vida que hubieran estado los dos ahí viéndome lograr lo que entre ambos me ayudaron a construir.
Subí un escalón para entrar en la palapa y en el umbral de la puerta me recibió una chica con una medalla que me colocó en el cuello, dos pasos más adelante estaba Carlos con los brazos bien abiertos y una cara tan contenta que no podía dejar de apreciar; luego, con muchísima efusividad y alegría me dijo “¡¡¡¡¡felicidades, campeona!!!!”. Fue en ese momento que me cayó el veinte: lo había logrado.  Esa era la escena tantas veces deseada, la del éxito.
Hay muchos recuerdos valiosos para escoger en esta experiencia,  el compañerismo, la disciplina, el esfuerzo, el desapego,  incluso mi comunicación conmigo, pero al día de hoy lo que más me sorprende es darme cuenta de la herencia tan chida que traigo en la sangre y que puedo aprender a explotar:  fuerza, valentía y perseverancia de ella;  paciencia, serenidad y confianza  de él.