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Encontrar el
momento donde la sensibilidad logra flotar en mi memoria no es tarea fácil, así
como tampoco lo ha sido retener la paz que me encontré en el mar hace poco más
de un mes, y que ahora siento se me evapora y escapa por entre los poros de mi
piel.
La
idea de escribir esto es para que no se me olvide todo lo que vi, sentí y pensé
mientras cruzaba a nado los 10km que separan a Cancún de Isla Mujeres, porque aunque
sea cierto que un recuerdo de estos no se desecha fácilmente, también es cierto
que la memoria puede manipular los recuerdos a su antojo.
Empezaré
haciendo una breve contextualización, porque tan interesantes me parecen los
dos años previos a los 10k como las 4:16
hrs que me pasé nadándolos.
Hace
dos años, cuando decidí prepararme para aventarme a la que sería la travesía
más retadora de mi vida, me sometí a un entrenamiento durísimo que aparte de
llenarme de entusiasmo y expectativas me consiguió una colitis nerviosa
tremenda pues tan solo pensar en la distancia a recorrer me estresaba; salir
con el mínimo de energía para sobrevivir el resto del día después de cada
mañana de entrenamiento era ya un éxito; la alberca fue mi prioridad durante
esos meses y mis compañeros de equipo se convirtieron en mis hermanos. No sé si ellos piensen igual porque me queda
claro que aquí la intensa soy yo, pero es mi historia y la contaré en efectivo.
Y bueno, sucedió que al final, cuando llegó el momento de poner la carne al
asador y ver de cual cuero salían más correas, un huracán imprudente se posó sobre la playa prometida
logrando violentar al océano e
impidiendo nuestra osadía. Experimentamos
la más nefasta de las frustraciones; toda
la energía que nos habíamos conseguido para ese día estaba ahí contenida, en
desuso; algunos nos la terminamos
tragando como suele suceder con las cosas que no llegan a ser, ¡pero mi partner!,
(la que fuera mi compañera de carril en el entrenamiento) ella sí que es grande, ella vio nacer a su
primogénito nueve meses después, dejando
claro que aquella noche, mientras
nosotros llorábamos, ella se divertía.
Luego
vinieron algunos meses de decepción, entre
que mi entrenador dejó de serlo, mi partner
se mudó a la yoga para embarazadas y el resto del equipo se dispersó, yo me
quedé como perrito sin dueño. Intenté
dejar la natación y entrarle a los trancazos en el box, pero casi inmediatamente
me arrepentí. Regresé pues a la alberca,
nomás que ahora a integrarme a un nuevo equipo, un nuevo entrenador, una nueva
visión. La intensidad del entrenamiento
no volvió a ser el mismo pues mi atención se vio dividida entre la densa oscuridad de mi maestría y una vida
laboral más prometedora. Mi nuevo
equipo resultó ser un círculo social más divertido que deportivo
y entonces yo aprendí a tomar la
natación con menos rigor.
Pasaron
los días y yo seguí instalada en la holgazanería, digamos, confiada de que mis
músculos habían entrenado lo suficiente durante todo el año anterior, y ahora
mi mente estaba fortalecida pues eso de
sentir que me deslizaba en el agua como un cuchillo en la mantequilla en una
alberca en la que todos eran principiantes era una sensación de lujo. Y aquí
creo que empezó la magia, porque digo, yo seguí nadando igual que antes, igual
de lenta quiero decir, pero yo me sentía
más veloz y entonces la confianza se apoderó de mí de tal manera que me sabía perfectamente
preparada para volver a intentar nadar los
10k.
Luego
llegó Santa María del Oro y mi confianza se fue al carajo con todo y su
magia. Muy valientosamente intenté
nadar tres vueltas a la laguna -lo que representaba más o menos once
kilómetros- como parte del entrenamiento, pero pues nada, me cuatrapié. Decía un amigo
que más valía traer y no ocupar, que ocupar y no traer, nosotros necesitábamos
nomás 10k, si nadábamos 11k significaba que traíamos condición de más,
suficiente para llegar tranquilos al mar. Pues yo ese día solo pude nadar 9k.
¡Me acalambré! Un calambre tan duro que ni mi espíritu templado en aquellas
guardias del servicio social pudo vencer.
Los que saben dijeron que se trataba de falta de entrenamiento. Se me
murió la fe y a solo 15 días del evento no había ya nada que hacer.
Volé
pues a Cancún con más miedo que emoción y casi convencida de que no lo lograría,
básicamente preparando mi mente para una
derrota magistral. Todos en el equipo me decían “claro que puedes, Noemi” pero
yo veía la diplomacia en sus palabras, realmente tenía miedo, incertidumbre.
Casi
al final del día previo fui a parármele al mar de frente, fui a reconocerle por
decirlo de alguna manera cursi, me metí a la orilla y de pronto recordé esa
sensación de embriaguez de cuando estoy allá adentro, con el turquesa en los
ojos y en la piel, flotando, siendo libre. Creo que me tranquilicé un poco, la
angustia bajó dos rayitas y pude irme a descansar con un pringuito de paz.
El
día de la travesía, en la mañanita, cuando ya todos estábamos en la playa, con
los números de identificación en el cuerpo y el entusiasmo en el alma, pensé
que en realidad no había nada que perder. El tiempo para soñar se había
agotado, era momento de hacer, de ser.
Dejé
pues que todas las mujeres se adelantaran en la línea de salida y me quedé al
final; si de algo estaba segura era de que lo mío, ahí, no era competencia, era
un reto personal y por lo tanto no estaba dispuesta a recibir manotazos o patadas
al momento de la salida.
Empezar
a nadar en ese mar era como estar en medio del rodaje de una película de la
cual desconocía el final. Estaba actuando mi propia película y no me sabía el guion.
En mi mente no dejaba de deambular la curiosidad, sentía gran urgencia por
conocer el desenlace de mi travesía, estaba enfocada en el deseoso momento donde
yo felizmente llegaba a la meta, pero no me podía estacionar en ese pensamiento
porque en el fondo dudaba de que lo pudiera lograr. Y creo que hasta hubo un poco de malestar en
mi humor, me enojé un poco, me sentí frustrada. Luego recordé las palabras que
mi entrenador y mi loquero me dijeron en los días previos y que para colmo
coincidían: “Noemi: disfrútalo”.
Y
bueno, claro, “disfrutar” era una mejor idea, nomás que paradójicamente para
disfrutar me surgía un nuevo conflicto, tenía que concentrarme en estar ahí,
nadando; dejar a un lado las ideas ilusorias
de mi triunfo o de mi fracaso y nadar, solo nadar.
En
la vida cotidiana me la paso corriendo de un lado a otro siempre pensando en lo
que sigue, y cuando de repente me atrevo a detenerme y contemplar los minutos,
me surge la idea de estar perdiendo el tiempo, cosa que luego me resulta nefasta
y entonces regreso a la prisa. Estando
ahí intenté ponerme práctica y entonces me di cuenta de que en el mar no había
otra cosa que hacer más que nadar. Después de nadar un rato, iba a seguir
nadando, y cuando terminara eso volvería a nadar de nuevo.
Me
desconcentraba a cada minuto, sentía una vorágine de pensamientos circulando en
mi cabeza, tenía el ímpetu como para meterle intensidad a la patada pero me
daba miedo volverme a acalambrar, quería acelerar mi paso para poder enterarme
más pronto si lo iba a lograr o no pero sabía que un ritmo acelerado no lo iba
a aguantar. Por experiencia de travesías anteriores sabía que eso era asunto de
paciencia, nomás que a mí como que no se me daba muy bien.
Cuando
llegué a esa idea, la paciencia, me acordé de mi papá. Hay muchas cosas que siempre le he admirado,
pero la paciencia con la que vive, camina, observa, conversa, esa, esa siempre
me ha causado un poco de ansia. Soy
acelerada, rápida, estridente, no sé vivir lento, y él es así, despacito,
tranquilo, pacífico. Pronto entre brazada y brazada descubrí que su paciencia
me vendría muy bien en ese mar. No sabía si iba a terminar la travesía y
entonces lo menos que podía hacer –como bien habían dicho mis gurús- era
disfrutar, pero para disfrutar necesitaba paciencia, para estar ahí, para
atender el movimiento de mi cuerpo, la sensación del contacto con el agua;
serenidad para dejar transcurrir el tiempo y las olas sin dejarlas de ver, de
sentir, de vivir.
Me
imaginé la escena en la que mi papá me acompañaba, yo estaría ansiosa por
llegar y él me habría dicho: “oh,
espérate mija, mira mira, ese pececito de allá abajo… ¿lo ves? Ah, pos cual
prisa si esto está re agusto, ¿apoco no? dices que te gusta nadar, pos aquí estás
nadando, qué más quieres?” Claro, qué más quería que diez mil metros de mar
para nadarlos.
Fue
así como encontré la calma para nadar mi travesía.
Yo
calculo que eso sucedió más o menos en el km 2.
A las boyas las perdí de vista en los primeros 500 mts. pero barcos
había por doquier y los edificios de la Isla que servían como guía nunca
desaparecieron de mi horizonte, así que miedo por perderme nunca tuve. Me
agarré de la imagen de mi papá sentado en la plaza de mi pueblo comiendo
cacahuates y observando el mundo con serenidad para saber que yo podía hacer lo
mismo en ese océano, nadar con calma, con paz, con paciencia. Y así pasé un largo rato, ahorita podría
calcular cuánto tiempo fue porque conozco el tiempo que hice en los 10 km, pero
estando en el agua perdí la noción de las horas, los minutos. Debí haber
entrado en un estado semi-hipnótico (si es que eso existe) porque no recuerdo
los detalles exactos, todo ese encanto y esa euforia han devenido en imágenes
borrosas de mi mente que por más que intento no manipular, fluyen ya con el
olor de lo creado.
Me
acuerdo que había momentos en los que me percibía con un cierto desencanto,
pero como mi mente estaba libre para mí y para ese momento, descubrí que el
desencanto venía de la atención que de repente se ausentaba de mí y se posaba
en algún otro nadador que aparecía de pronto mi lado. Entendí que cuando
nadaba sola mi atención era mía, en mi
ritmo, en mi cuerpo, en mi mar. Cuando coincidía con alguien más en el océano
mi atención se desviaba hacia el otro, me perdía de mí por intentar alcanzar su
ritmo, entonces traté de evitar a
cualquiera que coincidiera con migo. Me fui sola, solita. Gozando.
Cuando
se nada en el mar hay dos tipos de esfuerzos, el útil y el inútil. Útil es que
busques siempre llevar la dirección adecuada, que busques la manera de no
perder el ritmo, de cerciorarte que aunque la corriente vaya en contra tú vas
avanzando aunque sea poquito, pero es completamente inútil que pretendas
controlarlo todo, el océano es infinitamente más grande y poderoso que tú. Ahora bien, hubo un momento en el que me
percaté de que las olas eran enormes. Me acordé cuando de niños íbamos a
Melaque y mi mamá se metía con mis primos, mis hermanos y yo más allá de la
orillita, ahí donde las olas ya han crecido todo lo que van a crecer pero aun
no empiezan su espectáculo. Nosotros nos divertíamos clasificando las olas como
“Lola la grande” -que por alguna misteriosa razón que ahora no comprendo (y
seguramente de niña si) hacíamos referencia a Lola Beltrán- o “L´ola la chica”.
Bueno,
pues éstas eran puras lolas grandes. Enormes. Había momentos en los que sacaba
la cabeza hacia el frente con la idea de verificar mi dirección y lejos de
encontrarme la imagen de la torrecilla de la comisión de electricidad en el
horizonte, mi cara chocaba de frente con una colina de agua que no había
previsto. Otras veces eran mis cachetes los que caían de golpe contra el agua
cuando al salir de una ola mi cuerpo caía en el valle que se forma entre una
ola y otra. Pero lejos de experimentar esto como una situación amenazadora,
porque me imagino que así podría sonar,
por Dios que iba emocionada, divertida.
Quizás mi parámetro de comparación estaba muy alto, porque esta
corriente y este oleaje no se podrían haber comparado jamás con aquella mi
primera travesía. Lo que sí me quedaba
claro era que pelear contra las olas sería un esfuerzo inútil, fluir con ellas
era lo que me tocaba hacer.
Pasé
así algún rato, perdida en mi placer, tratando de estar atenta a los
animalillos que me pudiera encontrar en el fondo del mar. Ciertamente no era
como un acuario en los que hay 10 peces por metro cúbico como mucha gente se podría
imaginar, pero sí hubo muchos banquitos
de peces diminutos, a veces de un amarillo canario o un rojo incandescente, anaranjados, azules fosforescentes. De repente
uno que otro pez solitario me arrancaba una emoción discreta, me gustaba mucho
observarlos en su hábitat; darme cuenta de su libertad, su pequeñez en un
océano tan inmenso me hacía pensar en mí misma siendo un minúsculo punto en el universo. Pensaba en la absurda manera en la que a
veces me gusta complicarme la vida con cerrazones, cuando todo puede ser tan
así, espontáneo, fluído, tan libre.
Seguí
nadando por largo rato. No quería saber en qué kilómetro iba para no
angustiarme sabiendo lo que me faltaba, me encontré un barquito que estaba
dándole agua a algunos otros fulanitos y me detuve un poco, bebí un largo trago
a una botella que alguien me compartió y seguí. Me sentía muy tranquila porque
mi cuerpo no me había dado ninguna noticia, no había aun ningún malestar, pensé
por lo tanto que debía estar todavía antes de la mitad de mi camino. El sol que
me daba en la cara cada vez que yo salía a respirar a veces se ocultaba entre
las nubes y la discreta oscuridad que dejaba me escalofriaba un poco, era una
sensación extraña. Me infundía un poquito de miedo, mis circunstancias
cambiaban: bajo el sol el mar brillaba divino, bajo la sombra mostraba su
misterio, me sentía más a la deriva, menos protegida. Nunca hubiera pensado que
el sol me podía hacer sentir así, cuidada.
Hubo
un cacho de camino que por una fuerza que desconozco me vi pegada a un grupo de
4 o 5 nadadores. Y digo que hubo una fuerza desconocida porque con la breve
experiencia al inicio de la travesía me decidí a irme sola todo el camino, pero
cuando estuve cerca de ellos no me les podía despegar. Al principio intenté
irme más lento para dejarme largar pero no se iban. Luego intenté largarlos yo
y no podía. De hecho iba tan pegada de una morra que a cada rato le daba yo
manotazos en sus piernas. Pensé que la
morra en cuestión debía estar aborreciéndome, tan amplio el océano y yo ahí
pegada. Realmente no había ni motivo ni necesidad. Así transcurrieron algunos
minutos hasta que –me imagino- se hartaron de mis manotazos y le metieron duro
a la patada. Y no sé, esta imagen me recordó a la gente con la que a veces nos
topamos en la vida y se dedica a dar lata así nomás porque sí. Uno suele
tomarlo personal, pero si me pongo a pensar poquito, pos yo no quería molestar,
yo iba a mi ritmo y a la pobre chava pos le tocó la de malas, y ya!.
Seguí
a la nade y nade y cuando menos lo esperé me encontré en el horizonte cercano y
muy cargado a mi derecha el barco grande, el que era la señal de los 7 km. No
saben cómo me emocioné. Mi cuerpo estaba funcionando muy bien todavía y yo ya
estaba cerca de los 7!!! Durante los dos
años que estuve con la idea del os 10k en la cabeza me había imaginado que al
llegar a ese barco, a esa señal, yo iba a estar cuasi muerta, deshidratada,
cansada, adolorida, quemada y quizás hasta rozada de mi cuello, de mis axilas,
y sentirme tan entera en ese punto me llenó de alegría, de emoción.
Como
era obligatorio que tocara el barco con el chip que traía en mi muñeca
izquierda tuve que cambiar de dirección, dejar de ver la antena de la isla que
estaba frente a mí y dirigirme hacia la derecha, donde estaba el barco, tocarlo
y luego regresarme hacia la antena de nuevo. Claro que al cambiar de dirección,
en lugar de traer la corriente de mi derecha hacia mi izquierda, la iba a traer
de frente, es decir, iba a nadar un cacho contracorriente. No me importó mucho,
estaba tan feliz de haber podido llegar a ese punto sintiéndome tan bien que
ahora sí, le apreté a la patada. No sé
cuánto tardé en llegar, pero llegué. Yo creo que los monos que estaban en el
barco regalándonos agua debieron haber pensado “pobrecita de ésa, apenas llegó
aquí, todavía le faltan 3k”, pero yo iba feliz!!!
Una
vez que toqué el barco y me tomé una bolsita de agua caliente y con sabor a
plástico, me dirigí de nuevo a la antena. Ese kilómetro me supo a gloria:
corriente a favor, la meta en mis posibilidades y un recorrido muy placentero a
mis pies.
Para
colmo de mi felicidad, unos 500 mts adelante del barco me encontré otra pequeña
embarcación con unos chavitos snorkelando.
Me detuve a preguntarles qué era lo que había ahí y me dijeron que ahí era “Manchones”, un
arrecife medio famoso en la Isla. Anduve
merodeando alrededor de ellos un ratito y pude ver muchos peces de colores -no
tan chiquitos- juntos y algunas
estrellitas de mar. No podía quedarme mucho tiempo por obvias razones, pero
estuvo bellísima la imagen.
Seguí
nadando muy tranquilamente, sobre todo porque no quería confiarme. Un día antes
de viajar a Cancún había platicado con uno de los amigos más hermosos que tengo
y me había dicho “cuídate, no te confíes”, y aunque por un lado yo ya sentía
eso como un reto superado, pensé que todavía faltaban por lo menos 3km, ciertamente no me podía confiar.
Durante
todo el trayecto el fondo del mar fue completamente visible, había ratos en los
que sólo se veían dunas de arena que me hacían pensar en el desierto, a veces
había piedras que yo me imaginaba volcánicas, y había también cachos de puro
pastito, pastito marino. No eran palitos verdes tan cortos como el césped que
existe en las casas o en los parques, eran palitos verdes de unos 20 o 30 centímetros
de altos, todos bailando hermanablemente al son de la marea, asemejando a las
células ciliadas de la cóclea. Muy
bonito, diría el viejito. Y durante
todo mi trayecto tuve la idea de que el fondo no debía tener más de 3 metros de
profundo, había una increíble sensación de cercanía. Nomás que esa sensación de cercanía se vio
violada cuando después de haber pasado el arrecife vi algo amarillo que se movía
cadenciosamente, ahí pegadito a las
piedras. De pronto pensé que era otro pez, pero nada! No era un pez, y tampoco eran 3 metros. Era
un buzo!!! allá en el fondo!!! muy muy
lejos de mi. El desengaño de la ilusión óptica que había vivido durante 7, casi
8 kilómetros fue muy impactante. Veía a los buzos, que ya enfocando mi vista me
di cuenta de que eran varios, muy
pequeños, quizás a 15 metros de distancia, quizá más. Esa fue una escena padrísima, con lo intensa
que soy y con la experiencia tan vívida que estaba teniendo, no podía hacer más
que maravillarme.
Una
de las artimañas que utilizan los organizadores del evento para atraer más
nadadores es la promesa de un museo subacuático. Yo no debí de haber pasado muy
lejos de ahí porque unos diez minutos después de haber visto a los buzos me
encontré una escultura de piedra muy acomodadita ahí, entre las dunas. Estaba formada por cuatro hombres reposando
sobre sus rodillas, con las palmas en el piso y asomando su cabeza hacia el
fondo no del mar, sino de la tierra. De hecho no estaban las cabezas, era como
si éstas estuvieran sumergidas en la tierra. Los hombrecillos estaban
acomodados de manera que cada uno de sus traseros apuntaban a los cuatro puntos
cardinales, y sus cabezas coincidían en el centro. Ahí sí me detuve un largo
rato. Me pareció un momento místico. Me fascinaba imaginarme lo que los hombres
esos podían ver allá abajo. Una cosa padrísima.
Después
de ésas breves estacionadas mi atención ya no pudo volver a mi cuerpo. Mi
emoción se hacía cada vez más grande. La meta estaba cada vez más cerca. Empecé
a sentir la misma urgencia por llegar
que sentí al inicio de la travesía, nomás que ahora ya con el ingrediente de la
posibilidad de éxito. En ése último
estirón se me pegó una señora harto desagradable, cada vez que me detenía para orientarme en la dirección ella se
detenía conmigo y me intentaba platicar algo, lo que fuera. Seguro es una de esas señoras que fuera del
agua hablan a mil por hora, y viéndose privada de ésa posibilidad aprovechaba
cualquier nimio espacio para desquitarse. Traía una vibra medio negativa, se
quejaba de la organización del evento, de lo pesada que había estado la
travesía, de lo cansada que estaba. Yo intentaba alejarme pero ella se
aferraba, creo que en el fondo estaba asustada, cansada.
Empecé
a percibir el clima cada vez más caliente mientras las olas disminuían
estrepitosamente, de pronto me vi nadando en una colección de agua estancada.
Mi cuello ya daba gritos de ardor, estaba rosado el pobrecito, creo que ya me
venía doliendo desde antes pero no había hecho mucho caso de eso. Cuando vi por
fin la meta no me acuerdo lo que sentí, creo que estaba un poco desorientada,
los últimos metros fueron muy desesperantes.
El
agua bajó poco a poco su nivel y deje de nadar para empezar a caminar, el agua
me daba a la cintura y la meta estaba ahí, a unos cuantos metros. La primera
persona que ubiqué fue a mi coach, el Carlos. Tenía una sonrisa preciosa, lo vi
muy emocionado, yo todavía no lo asimilaba pero él ya estaba feliz. Giré dos metros mi mirada y
saludé a Pipe, mi antiguo entrenador. Me pareció un bonito detalle de la vida
que hubieran estado los dos ahí viéndome lograr lo que entre ambos me ayudaron
a construir.
Subí
un escalón para entrar en la palapa y en el umbral de la puerta me recibió una
chica con una medalla que me colocó en el cuello, dos pasos más adelante estaba
Carlos con los brazos bien abiertos y una cara tan contenta que no podía dejar
de apreciar; luego, con muchísima efusividad y alegría me dijo “¡¡¡¡¡felicidades,
campeona!!!!”. Fue en ese momento que me cayó el veinte: lo había logrado. Esa era la
escena tantas veces deseada, la del éxito.
Hay
muchos recuerdos valiosos para escoger en esta experiencia, el compañerismo, la disciplina, el esfuerzo,
el desapego, incluso mi comunicación
conmigo, pero al día de hoy lo que más me sorprende es darme cuenta de la
herencia tan chida que traigo en la sangre y que puedo aprender a explotar: fuerza, valentía y perseverancia de ella; paciencia, serenidad y confianza de él.